El año 2019, cuando ya llevaba cuatro años viajando, decidí hacer una pausa, y ser sedentario nuevamente por un tiempo. Así, tramité la Work and holiday para Francia (en rigor, Vacances et travail) , lo que fue sorprendentemente sencillo. Era cosa de cumplir los requisitos y listo.
A diferencia de lo que sucede con Australia, Nueva Zelanda o Canadá, a Francia no postula mucha gente, por lo que no hay proceso de selección. Hay ciertos cupos al año, desde el 1 de enero, y se van llenando en orden de llegada, listo. Así me convertí en un chileno viviendo en Francia.
Elegí Marsella, una ciudad en el sur, conocida por su cantidad de inmigrantes, sus no tan antiguas redes de narcotráfico -popularizadas por la película The French Connection-, y por el Olympique de Marseille, único equipo francés en ganar la Liga de Campeones. A mí todo esto me llamaba la atención, y sobre todo el factor geográfico: en Marsella hay mar, y hay sol casi todo el año. Nada que ver con París, que no por nada le dicen Pagrís.
Tampoco quería irme a ciudades demasiado francesas, como Niza o Montpellier. La presencia de inmigrantes me parecía más buena onda, y seguramente sería más barato también.
Instalarse a vivir en otro país
Llegar a vivir en otro país es distinto que simplemente estar viajando. Uno trata rápidamente de memorizar los lugares, entender las dinámicas, los flujos de gente, las costumbres, ir descifrando poco a poco el tejido social. En fin, incorporarse.
Armado con mis lecciones de francés en el celular, aterricé en Marsella. Sin embargo, las perfectas y pausadas pronunciaciones de la aplicación no te preparan para como habla la gente en la vida real. En el pequeño cuarto en la casa de un árabe que tenía reservado para mi llegada, hablaba con mi anfitrión en inglés.
Para conocer gente, instalé Tinder. Me di cuenta de que muchos franceses alucinan con la cultura latina, y por tanto con su gente. Yo estoy lejos de representar el arquetipo de lo que se considera latino, y me parece que Chile es lo menos latino de Latinoamérica, pero igual me beneficié de esta percepción. Conocí dos chicas que hablaban español. Una de ellas, llamada Cori, me dijo que se iba de viaje dos semanas, y me podía dejar su departamento.
Así que me mudé del barrio árabe a uno muy francés. De todas formas, sería solo temporal. Tenía que encontrar un departamento definitivo. Mis modestos ingresos del trabajo en línea me alcanzaban para viajar en Asia, pero no para vivir en Francia. O al menos, vivir como yo quería. Por lo que tenía que buscar un trabajo. Además, así aprendería más rápido francés.
Un día que salimos a un bar de cervezas, vi un anuncio en el baño, del cual entendí que buscaban meseros. Yo no hablaba nada de francés, pero nunca iba a hacerlo si no me metía de lleno. Con ayuda de una amiga, envié un mail para postular, y me dieron hora para una entrevista.
Me vestí con lo mejor que tenía -Llevé en mi maleta una camisa, pantalones y zapatos formales para una ocasión como esta- y traté de practicar las frases que más probablemente necesitaría. Pero sabía que era insuficiente, mi francés era nulo. Si mi jefe no hablaba inglés, la entrevista iba a durar muy poco. Tenía que correr el riesgo, necesitaba un trabajo.
Llegué al lugar y la hora señalada. No parecía haber nadie esperándome, por lo que me acerqué a la barra. –Bonsoir, je suis ici pour l’entretien, le dije al barista, tratando fútilmente de sonar lo más francés. El barista, con un fuerte acento italiano, me dijo algo que supuse que era que esperara, y al minuto vino quien tenía toda la pinta de ser el jefe.
- ¡Hola! ¿Tú eres Valentín?
El tipo era español. Y en esta lengua fue la entrevista. No le importaba que no hablara francés, ya lo aprendería. Comenzaba a trabajar la próxima semana.
La fortuna sonríe a los audaces.