Troncones se agotó pronto. Más allá de pasear con Jane, Tigre y Salchi, no encontré ninguna otra actividad que llenara mis días satisfactoriamente. Mi siguiente destino es Puebla, donde están unos tipos que son muy conocidos por “camperizar” Combis, esto es, adaptarlas para acampar y viajar en ellas. Así podría llevarla al siguiente nivel, y que tenga todo lo necesario para poder quedarme en cualquier lugar, sin necesidad de buscar campings o lugares con agua y electricidad.
Pasé a la -horrible- ciudad de Zihuatanejo a hacer algunas compras, y luego de prepararme mi segundo desayuno en el estacionamiento del Walmart, me encaminé tierra adentro por la ruta 134.
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Es un camino angosto, sinuoso y empinado, pero el paisaje frena cualquier apuro. Con lo tarde que salí, no alcanzaría a llegar a alguna ciudad antes de que anochezca, así que tendría que encontrar un sitio para dormir en la montaña. Por ningún motivo voy a conducir de noche, es la única recomendación que sí he respetado a rajatabla.
Por suerte, en la aplicación de sitios para acampar en van encontré una recomendación. Un mirador donde habría un puesto de comida. Lo puse en el mapa y llegaría alrededor de las 6 de la tarde, una hora perfecta para dejar de manejar, relajarse un rato en el mirador, y soltar a Tigre.
El principio de no intervención
Le pedí unos tacos a la señora que había, comí, acompañé un poco a Tigre, y luego simplemente entré a la Combi a leer y mirar películas. Iba todo normal, hasta que llegó un auto a dejar a un señor de unos cincuenta y tantos años, que sin duda era el marido de la señora del puesto. Y sin duda estaba muy borracho.
Aún estando a cincuenta metros, el silencio de la montaña me permitía escuchar todo. El viejo borracho despotricaba contra la señora, la insultaba, le gritaba que él traía el dinero y que ella y los niños se tenían que ir. Parecía escalar en violencia, y naturalmente me pregunté: ¿debería intervenir? En general, no intervengo en asuntos ajenos, como todo el mundo. Pero ¿hay un límite a la no intervención?
Recuerdo dos veces en mi vida en que me he saltado la no intervención. Una vez en Chile, a las afueras de la Quinta Normal, había una señora que golpeaba a una vieja. No sabía muy bien que hacer, por lo que me acerqué torpemente y le dije que dejara de pegarle. Me hizo caso, pero comenzó a golpearme a mí, lo que la vieja aprovechó para salir corriendo. Solo atiné a cubrirme la cabeza y la cara, por suerte sus golpes no tenían fuerza, y pronto desistió y se fue.
La segunda vez fue en Bolivia, donde el problema de la violencia machista dentro de la pareja estaba en boga. Recuerdo los carteles en la calle, que junto a una imagen de un hombre con grandes bíceps abrazando a una mujer, se leía “tu fuerza no es para golpearla. Es para protegerla.” No me parecía una aproximación precisamente feminista, pero supongo que es mejor que nada.
El asunto es que presencié una discusión de pareja que subió de tono. En un momento, ella le decía a viva voz que la dejara ir, pero él la tenía sujetada de los brazos contra el muro. Me aproximé y lo agarré de por las axilas con mis brazos, separándolo de la mujer. Él, sorprendido por la situación, no hizo nada al principio, pero pronto comenzó a forcejear y decirme que lo soltara. Yo le dije que lo soltaría, pero que tenía que dejar ir a la mujer. Ella me dirigió una mirada, y comenzó a caminar. Solté al tipo, y se quedó ahí conmigo, luciendo abatido y triste. Conversamos un poco, y luego me fui.
Supongo que lo que hice fue “lo correcto”, pero no sé si habrá ayudado realmente, a mediano y largo plazo.
La misma pregunta me hacía ahora, presenciando esto. Miraba por la ventana de la Combi, cómo el señor borracho la insultaba permanentemente, y ella continuaba sentada impasible. Pero luego se puso más violento, comenzó a gritar y a amenazar, y la señora agarró un palo. No parecía un gesto improvisado, sino repetido, como si esto hubiese pasado muchas veces. Parecía estar habituada a aquella grotesca escena. Yo continuaba mirando y preguntándome si debería intervenir a favor de la señora, que daba palazos al aire para prevenir a su marido de acercarse. Los pobres niños solo miraban, hasta que su madre los mandó para adentro.
Finalmente, la cosa se calmó. El viejo se sentó y se contentó con maldecir para sí mismo. La señora reanudó sus quehaceres, y los niños volvieron a jugar. Ya entrada la noche, el viejo borracho se acercó a mi Combi a hablarme de dios y Jesús.
Yo lo ignoré, extendiendo la aplicación de la no intervención.
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