“¿Hay mujeres solteras? ¿Mujeres casadas? ¿Mujeres cansadas?”, fue la primera consulta que Martín Cárcamo formuló al monstruo vestido de mujer de mediana edad y con un cintillo de flores en la cabeza. Ciertamente, la segunda noche del festival fue una especie de Señorapalooza que maquilló el ensayo de revista de gimnasia que fue la jornada inaugural. Y hablamos de maquillar porque el uso de los cosméticos no asegura la cobertura total de lo que no se quiere mostrar.
Un ejemplo de lo anterior es la cámara que viaja sobre el público de la Quinta Vergara antes de presentar a los animadores. Este recurso, propio de la pirotecnia audiovisual a la que Álex Hernández nos tiene acostumbrados, al final le hace un flaco favor a los primeros minutos festivaleros. Es probable que la noche en la que actúen los Backstreet Boys sea la única en la que no se verán esos manchones vacíos en la platea al comenzar la transmisión.
Martín Cárcamo y María Luisa Godoy siguen sin soltarse las manos y uno por dentro desea que esta relación no termine como la de Rafael Araneda y Carolina de Moras. Se presentan con la mitad de los nervios de la noche anterior, más inmersos en su rol y un poco más adaptados a aquella selva envolvente que es la Quinta Vergara. Tras recordar a figuras fundamentales del certamen como Carlos Ansaldo y Jorge Pedrero, Cárcamo dedica unas palabras a su amigo Felipe Camiroaga. El público es el preciso para rendirle tributo: no es difícil calcular cuántas de las asistentes tienen un calendario con la foto del “Halcón”.
La Orquesta Filarmónica de Chile introduce a Raphael con una versión instrumental de “Yo soy aquel”. El ícono español ya había anunciado una mezcla entre música clásica y electrónica, pero nadie imaginaba el resultado. Partió con “Promesas” y la mezcla entre sintetizador y cuerdas no parecía del todo comprensible. Pero lo que vino después volvió locos a todos, en especial a los millennials que consignaban en sus historias de Instagram a aquel artista perteneciente al cancionero de la abuela.
Las reversiones de “Digan lo que digan” y “Mi gran noche” convirtieron a la Quinta Vergara en un Creamfields sinfónico, un party hard de casino social a la que estaban invitadas todas las generaciones. Con todos los dientes en su lugar, sin inmutarse y moviendo las caderas como lo haría cualquier mortal en la pista, Raphael hizo del españolísimo “Escándalo” un sutil reggaetón. A sus 75 años, “Er Niño” dio lecciones sobre cómo innovar sin morir en el intento. O sin convertirse en un eterno meme como Lucho Jara.
Pero la cátedra recién comenzaba. Apenas habían pasado 24 horas desde el homenaje a Lucho Gatica a punta de playback y la fiesta de Wisin y Yandel con el alto auspicio de la pista grabada. Raphael cantó con su voz limpia (en la que muchos se acordaron de Miguel Bosé) y sus particulares fraseos se oían impecables, porque la producción atinó a arreglar los problemas de sonido. Terminó “La noche” con una risa macabra que fue aplaudida por las áreas dramáticas de Canal 13 y TVN, instaladas en el palco tomando nota para sus proyectos. El fervoroso aplauso de Tamara Acosta, la madre que sufre por el asesinato de su hija en “Pacto de Sangre”, completó un cuadro digno de exhibir en el Louvre.
Aquella clase magistral consoló a un público cansado de los vaivenes festivaleros en términos de calidad y de paso cautivó a la juventud de hoy. “De mí pueden hacer lo que se les venga en gana”, dijo Raphael a la hora de los premios. Pero fue al revés. La fascinación en los ojos verdes de María Gabriela de Faría durante “Gracias a la vida”, la emoción de Camila Gallardo en “La quiero a morir” y el rostro embelesado de Nacho Pop son piezas que deben ser conservadas para entender de una buena vez que no todos los millennials son salchichas que escuchan reggaetón y se quejan por todo.
Hablando de quejas, después de aquella sublime sinfonía apareció Dino Gordillo. En sus gestos reinaba el temor y tenía razones de sobra: tras un despliegue comunicacional a la defensiva, que cosechó más polémica que seguridad, el humorista no sabía (y se notó) si iba a sobrevivir o terminar en el mismo cuadro del deshonor que Ricardo Meruane. Pero si hay algo que la organización del festival ha hecho bien —al menos después de la experiencia Meruane— es ubicar a sus humoristas ante públicos ideales para ellos.
En el arranque, Gordillo hizo tres cosas para acomodarse en el escenario: recordarle a la gente que la jubilación en Chile es miserable, que los cabros son más hinchapelotas que antes y que todo ha ido cambiando, un lugar común de los cuentachistes de antaño. Aquello fue suficiente para ablandar al monstruo. Lo que siguió carecía de suspenso, aunque se preocupó de actualizar los chistes repetidos: la suegra de la que tanto habló había muerto y los curas calientes ahora están en la cárcel. Bueno, no todos, pero al menos hoy es posible acusarlos a viva voz.
La Quinta Vergara, en ese momento constituida por espectadores acostumbrados a los chistes de amantes, moteles y señoras que son sacadas a pasear al mall, era ajena a la discusión incendiaria que se desarrollaba en Twitter. Mientras Dino Gordillo hablaba de la secretaria a la que le decían “qué rico huele tu pelo”, en la red social se desataba una vez más la alarma por una página llamada Nido.org, en la que sus miembros comparten fotografías de chicas con fines sexuales, comentándolas sin escrúpulos y hablando de la violación con naturalidad.
Establecer una relación directa entre las dos cosas está sujeta a cada generación. Y la que estaba sentada en la Quinta estaba muerta de la risa con la rutina de archivo de Dino Gordillo. Después de que María Luisa Godoy le dijo “hasta siempre”, el humorista interrumpió con un “no, no me voy a ir”. La lectura inicial fue que quería que le dieran la gaviota, pero al final barrió con todo pronóstico: llamó al escenario a Patricia, su pareja e inspiración de chistes, para pedirle matrimonio. Después de televisar tantos “quieres casarte conmigo” en las noches de música romántica, Viña tenía que padecer una en su propio escenario.
Mientras un tercio desaparecía del anfiteatro, el resto contempló el tropiezo de Chile en la competencia internacional. El “Por algo fue” de Neven Ilic dejó con gusto a poco y el público lo condenó con un 3,8. El jurado —con algunas notas incógnitas de sus integrantes— le otorgó un 6,2 y el artista reaccionó con el alivio propio de un estudiante de derecho que finaliza su examen de grado.
La encargada de cerrar la noche digna de la Feria del Disco fue Yuri. La mexicana abrió su show con un video futurista con el que podría presentarse a un casting para ser la versión madura de Lady Gaga. Apareció en el escenario con un cuerpo de bailarines vestidos a lo Corazones Service cantando “Este amor ya no se toca”, con el fin de capear la helada propia de la noche viñamarina. El monstruo podría estar muerto de frío y sueño, pero no podía quedar indiferente ante el cambio de vestuario de la protagonista detrás de abanicos de plumas negras.
La cantante echó guante a su porcentaje chileno y soltó un “guachito rico” al recordar a Ricky Martin. En la mitad de su show, su compatriota Carlos Rivera —o “la voz de Coco” para quienes aún no lo conocen, aunque deberían hacerlo— se subió al escenario para cantar “Ya no vives en mí”. En el diálogo previo, Yuri dijo “ya no puedo apapacharlo porque si no me rompen el hocico”, lo que abre la posibilidad de un programa en el que comparta set con Fran García-Huidobro. Tras repasar sus grandes éxitos y cantarle al amor como muchos de su generación, Yuri cerró la jornada con una versión de “Chileno de corazón” y el jurado la bailó con ganas, a excepción de (irónicamente) Luka Tudor.
La fiesta terminó a las 3:25 y la sensación que quedó en el aire es la definición perfecta de la sociedad chilena. Pueden pasar 20 años y todo sigue igual, sobre todo para las mujeres. La diferencia es que hay internet, redes sociales en las que cualquiera puede quejarse y decir lo que se le da la gana, Chile es el campeón vigente de la Copa América y Eduardo Frei ya no vive arriba de un avión.