Viajar con un perro, o con cualquier animal, implica responsabilidades que un viajero en solitario no enfrenta.
Quizás sobre todo con un perro, que es más demandante. Tiene necesidades físicas, fisiológicas, afectivas, médicas, y está confinado donde uno lo tenga, siendo deber del tenedor el desconfinarlo regularmente.
No es como un gato, que sale solo. O un pájaro, que no se saca. O una tortuga, que no es necesario ponerla en un acuario diferente dos veces al día. Es el eslabón de responsabilidad anterior a tener un hijo.
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Claro, no le tengo que preguntar sobre a dónde vamos a ir, ni cuándo, ni toma decisiones más complejas que cuál rueda orinar esta vez, pero debo tomar en cuenta su bienestar en cada parada. Me percaté que, si bien en mi familia hay perros desde hace años, es primera vez que uno es exclusiva responsabilidad mía.
Yo no pensé en ninguna de esas cosas cuando simplemente abrí la puerta de mi auto y este individuo de cuatro patas se subió. Solo consideraba lo lindo y simpático que era, como el adoptante promedio.
Pero las cosas comienzan a caer por su propio peso. Por ejemplo, que el animal necesita un espacio físico donde vivir. Y yo vivo en un auto. Esto presentó el primer dilema: ¿correa, o no correa? ¿Tigre estará siempre suelto, o vivirá como esos desdichados perros atados? Obviamente, esto último estaba descartado. Habría que ir viendo sobre la marcha.
Nuestra primera parada juntos fue en Nexpa, unas dos horas al sur de La Ticla. Otro pequeño pueblo alimentado económicamente por surfistas extranjeros, o por extranjeros con sus perros. El camping consiste en una especie de pequeña península con grandes parches de pasto, rodeados de arena y vestido de palmeras, donde la gente estaciona sus vans y pone sus carpas.
En términos de cuidar a Tigre, no representó un desafío. Estuvo suelto todo el tiempo, y se amistó con todos.
Sin embargo, que esté bien no es solo que ande suelto, coma y le hagan cariño. Así, la primera persona que me preguntó si estaba vacunado me hizo reaccionar. Es un perro viejo, o eso parece por sus canas y su falta de dientes, ha vivido en la calle la mayor parte de su vida, alimentado con tortillas para burritos, y tiene más de un par de cicatrices.
¿Habrá visto un veterinario alguna vez en su vida? No sé, pero ahora tiene quien lo lleve, y es mi deber hacerlo. Él decidió viajar con un humano, y yo viajar con un perro. Tenemos que hacernos cargo.
Visita al veterinario
Al viajar, hay una serie de servicios a los que uno accede de forma distinta a lo que está acostumbrado. Por ejemplo, los servicios médicos. Viviendo en un lugar, suele haber un centro médico en el que uno confía, o quizás un médico en especial. También uno consulta recomendaciones, o por último recurre a sus prejuicios sociales locales -Ej. Este estudió en la Católica, debe ser bueno-.
Viajando no se puede acceder a tales recursos, y menos en pequeños pueblos. A decir verdad, tuve suerte que en el pueblo contiguo siquiera hubiera una veterinaria. No obstante, me pareció absolutamente competente, lo revisó, me dijo su edad aproximada, lo desparasitó, despulgó, y me dio unas gotas para su conjuntivitis.
También me explicó que esas gotas verdes que salen de su pene, y con las que mancha mi tapicería, son normales, se llama esmegma. Yo lo entendí a la primera, pero ella igual consideró necesario estrujar el pene de mi perro como si una pasta de dientes se tratase, para enseñarme cómo salían aquellas gotas.
Compré también una cadena y un collar, y salí feliz. Es caro y toma tiempo, pero al menos ahora soy un tenedor responsable de mascotas. Habilitado para viajar con un perro.
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