En el mundo angloparlante existe el concepto de “bar hopping”, literalmente “saltar bares”, que describe la experiencia de ir a un bar, tomar algo, pasar al siguiente, y repetir, con el objetivo de intoxicarse en el camino. Nunca me llamó la atención esta práctica, y sin embargo, algo similar estoy haciendo en el oeste de México. Aunque sin la parte de la intoxicación, al menos no en sentido literal. Una especie de town hopping, saltando por pueblos, sin conocer ni interiorizarme en ninguno.
Sucedió de manera natural, debido a mi negativa de manejar más de 300 km al día. Por esto, en mi camino hacia las tierras prometidas de Oaxaca y Chiapas, tuve múltiples paradas en lugares menos reconocidos, y que tampoco tenía intención de conocer.
Cuando tu casa es un auto, tu primera ocupación al momento de llegar a un nuevo lugar es elegir dónde estacionar. Un emplazamiento que parezca lo suficientemente seguro, no demasiado ruidoso, y con algún lugar cercano para ir al baño y una llave de agua.
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Por supuesto, tener la playa cerca, o una linda vista, son adicionales a los que también se puede aspirar. En pueblos pequeños en general esto no es problema, es en las ciudades donde hay que averiguar y elegir mejor.
Por supuesto, la tecnología también ayuda. Uso una aplicación, llamada iOverlander, en que los usuarios ingresan lugares donde han parado en sus vans, y sus características, lo que facilita mucho la tarea.
Bajando por la costa
La primera parada del town hopping fue un pueblo llamado Tehualmixtle, en el estado de Jalisco, a apenas 130 kilómetros de San Pancho. Poco más que un caserío en una pequeña bahía. Estacioné junto a la escuela, donde había unos baños públicos semi abandonados, pero salía agua del lavamanos, y tenía vista a la bahía. La visita no se caracterizó por su especial relevancia. Comí pescado en un restaurant junto al mar, me metí a la playa, y pasé el resto del día leyendo. Partí temprano la mañana siguiente.
La siguiente parada fue Manzanillo, estado de Colima, una ciudad costera a 240 kilómetros. Gracias a iOverlander, encontré un lugar para estacionar frente a la playa, y junto a un restaurant donde además rentaban duchas. Terminé quedándome dos noches aquí, recorriendo un poco, pensando que pronto tendría que solucionar el problema del agua, luego de lavar mis platos en el baño de un Starbucks.
Pero tal como viajar no se trata de coleccionar estampas en el pasaporte, tampoco saltar compulsivamente entres pueblos tiene demasiado sentido para mí, por lo que decidí quedarme unos días en el siguiente lugar. Descubrí un pequeño lugar llamado La Ticla, junto al mar, visitado principalmente por su idoneidad para surf. Si bien aprendí lo fundamental del surf en San Pancho, aun no sabía lo suficiente para aventurarme a mares más difíciles, pero de igual manera me quedé en La Ticla, en su calidad de pueblo playero tranquilo.
Renté un lugar en un camping, donde podía poner la Combi a la sombra, justo frente al río. El primer día que amanecí ahí, un perro simpático, cuyas canas denotaban su edad, estaba junto a la Combi. Se acercó y lo acaricié, y pasó toda la mañana conmigo. En la noche vino de nuevo, por lo que le convidé un poco de mi cena.
Al día siguiente se repitió la secuencia, y al subsiguiente. Descubrí que el perro se llamaba Tigre, y que había pertenecido a un hombre del pueblo, que había fallecido hace un tiempo. Actualmente, la familia del hombre de vez en cuando le daba tortillas (de las mexicanas, claro), y ese era el único cuidado que le prodigaban. En definitiva, era un perro callejero.
Al quinto día, cuando ya me disponía a partir de La Ticla, Tigre estaba junto a la Combi. Yo ya tenía cierto cariño por el perro, pues además me gustan los perros viejos, tranquilos, reposados, y con pocas opciones de que alguien los cuide. Pero no sabía si él querría venir. Así que simplemente abrí la puerta de la Combi. Tigre me miró, movió su cola, y se subió. Así que partimos los dos de viaje. Supongo que acabo de ser adoptado.
Buenas cosas pasan cuando se conoce un lugar, y no se queda uno en el town hopping.
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