Desde siempre, por motivos que desconozco, he tenido una relación extraña con los gatos. Para empezar, son una fuente de alergia muy intensa para mí, más que el polen o el polvo -No me gané la lotería genética precisamente-. Lo demás no lo puedo explicar, supongo que es una cosa de química, un trauma de una vida pasada, una presencia energética opuesta e incompatible.
Cuando era niño, me parecían seres traicioneros y egoístas. Como si todo lo que hicieran no fuera más que un acto para conseguir algo, dispuestos a traicionarte apenas les dieras la espalda. Te usan para acariciarse ellos mismos, te buscan solo para que los alimentes, y si malinterpretan cualquier gesto, te rasguñan impunemente.
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Los perros, en cambio, parecen estar programados únicamente para entregar amor incondicional, suceda lo que suceda. No por nada existe el dicho, “llegar pateando la perra”. Al perro podrías maltratarlo, y seguirá a tu lado. Podrías no tener cómo alimentarlo, y continuará ahí. ¿Cuándo has visto un vagabundo con gatos?
En el colegio tenía un buen amigo al que iba a visitar seguido. En su casa tenía tres gatos, por lo que antes de ir siempre me dopaba con una loratadina. Morigeraba un poco el efecto de la alergia, pero de todas formas salía con los ojos irritados y sorbiendo por la nariz.
Si iba a cualquier tipo de reunión a un lugar con gatos, debía posicionarme lo más lejos posible. Cuando se me subían encima, levantaba las manos como si me estuvieran asaltando. Si salía con alguna chica que tuviera gato, resultaba un gran problema, sobre todo si el felino en cuestión era del tipo de estar ahí todo el tiempo, y más aún si era muy peludo. Más los detestaba cuando parecían saber de mi condición, y me rondaban y me trepaban con un sadismo animal.
Sin embargo, llegaría el día en que haríamos las paces.
El gato de la reconciliación
Hace varios años me encontraba en el norte de Camboya, en el pueblo de Ratanakiri. Es conocido por sus elefantes asiáticos, más pequeños que los africanos, y por tener un lago en el cráter de un volcán, como sacado de un libro de fantasía o de una película de Avatar. Me quedaba yo en un clásico hostal del sudeste asiático: un gran jardín, piscina, ventiladores, bar y restaurant, todo por menos de cuatro lucas la noche.
Una tarde, en que me quedé leyendo en el jardín hasta que anocheció, se cortó la luz. Decidí ir a acostarme, usando la linterna de mi teléfono para alumbrar el camino. Mi habitación quedaba en el segundo piso, y esa noche no había nadie más en el hostal, plena temporada baja. Todo iba normal, subiendo los escalones, cuando de pronto mi linterna alumbra una enorme mancha. Mirándola bien, veo que es una araña enorme, tipo tarántula. Está justo en el escalón en que la escalera está girando, por lo que es más delgado y pequeño que los otros.
Yo iba descalzo, y para seguir subiendo tenía que poner mi pie muy junto a la araña, lo que descarté de inmediato. Pertenezco a esa porción de la población que, digamos, no tiene en tan alta estima a la especie arácnida. Una estima inversamente proporcional al tamaño del arácnido en cuestión, y este era un gran arácnido. El asunto es que reculé, y me quedé al pie de la escalera, pensando qué podría hacer. Hasta que recordé algo.
Había visto un pequeño gato deambulando por el jardín. Salí a buscarlo y lo encontré rápidamente. Era muy pequeño, lejos de la edad adulta, pero no tenía otra opción. Lo tomé, con cuidado de mantenerlo lejos de mi cara para no respirar sus pelos, y lo llevé donde la araña. Lo posicioné junto a ella, y esperé, alumbrando la escena.
Inmediatamente, el gatito comenzó a juguetear con la araña. Le daba suaves zarpazos, y la araña se movía, incómoda ante este peludo invasor. Cuando parecía que iba a escapar, ¡el gato la tomó de un mordisco, y empezó a comérsela! Fue una escena digna del National Geographic, la araña se retorcía en sus fauces, y el gato poco a poco iba devorándola, hasta que desapareció por completo. Lo acaricié, lo devolví al pie de la escalera, y me fui a acostar.
Desde ese momento, mantengo una relación cordial con los amigos felinos. Hicimos las paces.
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