La cosmovisión náhuatl y sus creencias sobre el destino de los difuntos en la vida después de la muerte.
Las antiguas creencias de las poblaciones del Altiplano Central mexicano, desde el periodo de las invasiones españolas hasta la actualidad, presentan la muerte como un fenómeno que dinamiza el cosmos y permite la continuidad de la existencia. Según el historiador Alfredo López Austin, el destino de los difuntos estaba determinado por su vida y, en particular, por la forma en que morían, lo cual estaba vinculado a un dios que decidía su muerte. Los cuatro destinos principales que se creían eran el Mictlán, la bodega acuática, el Cielo del Sol y el árbol nodriza.
Los nahuas compartían con muchas sociedades antiguas la idea de que existían diferentes escenarios posibles de continuidad tras la muerte de una parte sutil del ser humano, transformada por este gran cambio en una nueva forma de existencia. Esta nueva existencia podía implicar un trabajo o una mayor asociación con las deidades que representaban los fenómenos de la naturaleza.
En esta cosmovisión, que se mantiene de manera matizada y sincrética en las creencias y tradiciones de los mexicanos, como en la celebración del Día de Muertos, la muerte se entendía como un proceso de dispersión de los componentes del ser humano. Además de la materia física del cuerpo, los hombres y mujeres, considerados como seres hechos de maíz, eran vistos como una fusión de tres elementos anímicos “ligeros”, que aunque invisibles, tenían efectos sensibles en el mundo.
El primer elemento, el “teyolía”, se define como la humanidad de una persona, sus facultades mentales y su pertenencia a un grupo de parentesco. Este elemento reside en el corazón de los vivos y, tras la muerte, se considera que el teyolía viaja a uno de los destinos postmortem. El segundo elemento, el “tonalli”, se relaciona con la identidad personal y se encuentra en la tierra donde reposan los cadáveres, protegido por los familiares junto a sus cenizas y mechones de cabello. Por último, el “ihíyotl” es visto como el motor pasional, que al descomponerse en la superficie terrestre puede convertirse en lo que se denomina “fantasmas” o en enfermedades, conocido en náhuatl como “yohualehécatl”, un viento nocturno que se considera tétrico, contaminante y mortal.
Los cuatro destinos principales para los muertos en la cosmovisión nahua son los siguientes:
1. Ichan Tonatiuh Ilhuícatl o el Cielo morada del Sol: Este destino era considerado el más honorable y reservado para aquellos que habían beneficiado a sus semejantes, como los guerreros caídos en combate, los sacrificados al Sol, las mujeres que morían en su primer parto y los comerciantes que fallecían en expediciones mercantiles.
2. Tlalocan o el lugar divino de Tláloc: Este era un paraíso de abundante agua y vegetación, un sitio de reunión para aquellos tocados por el rayo, los ahogados y los que morían a causa de enfermedades acuáticas.
3. Chichihualcuauhco o el lugar del árbol nodriza: Este destino era concebido como un lugar para los niños pequeños que morían durante la lactancia, similar al concepto del limbo en la tradición cristiana, donde se esperaba a aquellos que quedaron en un estado potencial, merecedores de una segunda vida.
4. Mictlán, el inframundo o el lugar de los muertos en las profundidades de la tierra: Este es el destino más conocido y al que llegaban la mayoría de los nahuas, debido a muertes comunes como enfermedades, accidentes o el proceso natural de envejecimiento. Para llegar al Mictlán, los difuntos debían atravesar nueve instancias difíciles, guiados por perros de color rojizo, específicamente la raza xoloitzcuintli, que ayudaban a cruzar el río “Apanohuaya”, el primer paso en un viaje purificador que implicaba la desaparición gradual de la individualidad. Mictlantecuhtli era el dios que dominaba esta morada de los descompuestos.
El fraile y evangelizador Alonso de Molina, en náhuatl, escribió sobre la muerte: “Onacico in nacian, in nopoliuhya in noxamanca, in nopoztequia”, que se traduce como “Alcancé mi alcanzadero, mi destrucción, mi ruptura, mi fragmentación”. Esto refleja que la forma de morir estaba condicionada por lo observado y realizado en la vida de cada individuo, así como por circunstancias como la castidad o las prácticas devocionales elegidas. Esto hacía que un joven guerrero o un anciano enfermo fueran considerados “apetitosos” o no para una deidad en particular.
Sin embargo, el destino postmortem no dependía únicamente de la conducta en vida, sino también de la decisión de los dioses, quienes podían premiar o castigar. Por ejemplo, morir por un rayo podía ser visto como un castigo de Tláloc por alguna ofensa, mientras que morir ahogado podría ser interpretado como un deseo de la deidad del agua de asociarse con una persona. Estos eventos, que hoy se consideran accidentes, eran vistos como una manifestación de los poderes específicos de las divinidades.
La concepción nahua de la muerte y los destinos postmortem permitía un reciclaje de la vida y del orden cósmico. La poesía ha sido un medio para transmitir la realidad de estas creencias. El tlatoani Nezahualcóyotl expresó en sus versos: “¿Acaso de verdad se vive con raíz en la tierra? No para siempre en la tierra: solo un poco aquí. Aunque sea de jade, se quiebra. Aunque sea de oro, se rompe. Aunque sea de plumaje de quetzal, se desgarra. No para siempre en la tierra: solo un poco aquí”.